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Boletin ICCI ARY-Rimay
Boletín ICCI-ARY Rimay, Año11, No.122, Mayo del 2009

Extracto del análisis la encrucijada de Guatemala


Andrés Cabanas

Yo sueño con una Guatemala en donde no sólo como
indígenas o como refugiados y retornados, sino que todos
podamos vivir en paz y en libertad, pero que haya una verdadera
paz no sólo para los ricos sino para todo el pueblo.
Tal vez nuestros hijos seguirán luchando por esto.

Roselia García

Esperamos que a nuestros lectores, el extracto del análisis de la realidad Guatemalteca, extraído de “La Encrucijada de Guatemala” escrito por Andrés Cabanas, les trasporte a la realidad más cercana de su quehacer político.

En Guatemala, país latinoamericano como el nuestro, fallecen anualmente noventa y seis mil niñas y niños por enfermedades relacionadas con el hambre, el 49% de la población padece desnutrición crónica, más de dos millones de personas, es decir el 20% de la población, ha emigrado en busca de mejores condiciones de vida., el 51% de la población vive en condición de pobreza, y en el área rural el porcentaje de pobreza y pobreza extrema alcanza el 72% de la población.

Estas estadísticas ubican a este país a la cabeza de la desigualdad y la injusticia en Latinoamérica: el penúltimo lugar en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, después de Haití, y en el Índice Global del Hambre, determinación económica elaborada por el Instituto Internacional de Investigación para las Políticas Alimentarias.

La mitad de la población hambrienta centroamericana reside en Guatemala, la tierra de la eterna primavera y la eterna tiranía, como la definió el intelectual Luis Cardoza y Aragón. En la tierra del quetzal, el genocidio, la truncada revolución democrática y la década de 1944-1954, tiempos de esfuerzos modernizadores e incluyentes (Código de trabajo, reforma agraria, fortalecimiento del Estado, creación del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, están siendo malogrados por la reacción conservadora y la intervención norteamericana.

En relación a la seguridad interna, se producen casi 6.000 asesinatos cada año. La tasa de homicidios por cien mil habitantes es de 43,3, la segunda más alta en Centroamérica después de El Salvador y Honduras (48,7 y 40,1, respectivamente). Asombra que la violencia, en vez de disminuir, se haya incrementado después de la firma de los Acuerdos de Paz: todo esto en un marco de debilidad del Estado y crecimiento de la criminalidad organizada, en ocasiones, vinculada a actores políticos formales; siempre, funcional a la reproducción del sistema por que la violencia, de naturaleza política o de carácter común, funciona como disuasivo de la movilización.

Se incrementado particularmente la violencia dirigida contra las mujeres, son más de 3.000 asesinadas desde el 2001, 600 durante cada uno de los dos últimos años, con agravante de tortura (en el 35% de los casos) y violación (45% de los casos), que convierten los asesinatos en manifestación de poder, misoginia y desprecio.

La abogada Hilda Morales afirma a este respecto que «Las huellas de violencia sexual que quedan en los cuerpos de las mujeres y la saña con que son asesinadas (estrangulamiento, utilización de alambre de púas, desmembramiento, descuartizamiento, incluso con partes del cuerpo metidas en bolsas y regadas por toda la ciudad) tienen una connotación diferente a los asesinatos de los hombres» (Cabanas y Cid, 2007: 49).

El mensaje implícito de esta violencia es el retorno al hogar, en un marco de falta de garantías para el desarrollo pleno de las mujeres en el espacio público. Es un mensaje profundamente político, aunque no provenga de actores políticos tradicionales: Los asesinatos tienen el propósito de señalarles a las mujeres que se cuiden y regresen a la esfera privada de su hogar y sus deberes familiares. En tanto las mujeres van tomando más funciones públicas y son vistas como competencia para los hombres, les dicen que abandonen la arena pública y renuncien a la participación cívica. (Sandfor, 2008: 68)

La violencia de carácter político continúa produciéndose, aunque no con la intensidad existente durante el conflicto armado: los asesinatos de monseñor Gerardi, promotor de la memoria histórica, en 1998, la hermana Bárbara Ford en el 2001, el intelectual y líder indígena Antonio Pop Caal en el 2002, los campesinos Raúl Castro Bocel y Juan López, opositores a la minería y al Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, en el 2005, el dirigente comunitario Mario Caal Bolom en el 2008, así como la desaparición de la catedrática universitaria Mayra Gutiérrez en el 2000 y del campesino Héctor Reyes en el 2003, son ejemplo de la utilización de la fuerza para dividir, debilitar y controlar el movimiento social:

La violación de los derechos humanos después de la firma de la paz sigue la lógica de la violencia en épocas pasadas: búsqueda de la inhibición a partir del terror; desestructuración social y golpe a los sobrevivientes; promoción de la indiferencia y la insensibilidad social. Se han producido ataques sistemáticos contra representantes de diferentes sectores sociales: religiosos, mujeres, trabajadores de la memoria histórica, intelectuales, académicos. Para ello se han utilizado los métodos más diversos, incluso algunos que el fin de la guerra parecía haber desactivado, como la desaparición forzada. En algunos aspectos, la violencia después de la firma de los Acuerdos de Paz adquiere matices más graves que en la etapa anterior. (Cabanas y Cid, 2003: 80)

El Movimiento Nacional de Derechos Humanos registra desde el año 2002, en el contexto de agudización de la persecución, un promedio de 200 ataques por año contra activistas sociales: 127 en el 2004, 224 en el 2005, 278 en el 2006, 195 en el 2007 y 180 hasta octubre del 2008.

A partir de las movilizaciones masivas contra el Tratado de Libre Comercio y por la defensa de los bienes naturales de las comunidades (lucha contra explotaciones mineras, mega proyectos hidroeléctricos y de producción de agro-combustibles, cementeras, y otros) se agudiza la criminalización y persecución de las protestas sociales: detención de dirigentes, implantación temporal de estados de excepción, reapertura o despliegue de destacamentos militares, participación del Ejército en la seguridad interna, etc., al igual que sucedió durante el conflicto armado.

La impunidad completa el ciclo de la violencia: las investigaciones no avanzan y no se logra la condena de los culpables. Según la Procuraduría de Derechos Humanos, sólo un 1% de los crímenes cometidos llega a juicio y condena, el 2% es desjudicializado y el 97% queda sin castigo, lo que alienta la comisión de nuevos crímenes. En cuanto a los asesinatos de mujeres, en el 2006 ingresaron 130 casos de denuncia, se formularon nueve acusaciones y hubo apenas cuatro sentencias condenatorias.

En Guatemala la muerte llega intempestiva y a destiempo, amenaza todos los espacios y sectores sociales, afecta a personas de todas las edades: estudiantes, trabajadores, ancianos, jóvenes, amas de casa, esposas, niñas llenas de ilusiones que juegan con sus muñecas, indígenas, mestizas, extranjeras, universitarias en el inicio de una nueva etapa de su vida.

Se trastorna la cotidianidad. Se violan los espacios colectivos referenciales. La muerte reiterada, producto de la violencia o de un sistema violentamente injusto y excluyente, cierra espacios de convivencia, ejercicio de ciudadanía y desarrollo democrático, particularmente para las mujeres. Las cifras de muerte, pobreza y desigualdad dibujan una realidad negativa y comprometen el presente y el futuro del país guatemalteco.

Los datos socioeconómicos y los asesinatos muestran la pervivencia de una cultura de la exclusión y de la muerte y obligan a la relectura del pasado reciente de Guatemala y sobre todo del impacto de los Acuerdos de Paz. No hay mucho que celebrar, cuando ni siquiera las humildes pero estratégicas metas como el incremento de la recaudación fiscal se han cumplido. No existen grandes motivos para el jolgorio. La agenda neoliberal, fundamentada en la reducción del Estado y el predominio del mercado y las empresas, se impone sobre la agenda de solidaridad y avance hacia la justicia diseñada por los Acuerdos.

La historia reciente de Guatemala ha constituido un reto tanto para políticos organizaciones de la sociedad civil, iglesias y dirigentes como para las Ciencias Sociales. El proceso de firma de los Acuerdos de Paz que culminó en diciembre de 1996 con la firma del Acuerdo para una Paz firme y duradera, constituyó un momento de la historia en que se vivió la posibilidad de sentar las bases para una sociedad distinta en el futuro. Aquí fue de particular trascendencia ver la posibilidad, porque se experimentó algo que podía preconizarla, de imaginar una relación de naturaleza distinta entre el Estado y la sociedad; una relación en la que el diálogo, la propuesta y la negociación fueran privilegiados y en la que el Estado se convertiría en el propulsor de las nuevas visiones y políticas alentadas por estos mecanismos. Hoy es posible echar un vistazo atrás y ver con menos euforia y mayor cautela lo que se produjo como perspectiva de futuro en ese periodo, así como la persistencia en la sociedad guatemalteca de herencias de la guerra interna que complica aún el panorama social, económico, político y cultural del país” (Arenas, 2007: 1 y 3)

Los Acuerdos de Paz firmados sucesivamente entre enero de 1994 y diciembre de 1996 abarcan aspectos variados como los derechos humanos, los derechos de los pueblos indígenas, la memoria histórica y el resarcimiento, el reasentamiento de las poblaciones desarraigadas, la situación socioeconómica y agraria, el papel del Ejército o el fortalecimiento de la sociedad civil.

La negociación de los Acuerdos no se limitó a aspectos operativos de la desmovilización de las fuerzas insurgentes y a la creación de un marco legal democrático, sino que abordó —aunque parcialmente— las raíces socioeconómicas y culturales de la injusticia, la marginación y la exclusión. Entre estos acuerdos podemos citar:

1.- La finalización del ciclo de la violencia política masiva y generalizada, que se mantuvo en el país durante treinta y seis años y fue especialmente intenso a inicios de los años ochenta.

2.- La ampliación de las libertades individuales y los espacios de acción organizada.

3.- El crecimiento de una generación en ausencia de represión sistemática, con mayores posibilidades de desarrollo personal y colectivo, y mayor conciencia comunitaria.

4.-La firma del Convenio 169 de Pueblos Indígenas y Tribales, que sirve de base para las consultas comunitarias contra la explotación de los bienes naturales de las comunidades y para el ejercicio de los derechos colectivos de los pueblos indígenas. Entre otros.

A pesar de estos acuerdos, los aspectos sustantivos, que diferencian el modelo negociador guatemalteco de otros procesos, están prácticamente incumplidos y otros sin la fuerza y claridad necesaria. Destacan aquí los compromisos referidos a la situación agraria, que no atacan la injusta distribución de la tierra, la reforma tributaria integral, clave para el fortalecimiento del Estado y la inversión social; el Acuerdo de Identidad y

Derechos de los Pueblos Indígenas; y los compromisos destinados a mejorar la situación de las mujeres.

El Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria promueve una política tributaria «justa, equitativa y globalmente progresiva, conforme al principio de la capacidad de pago» (Gobierno de Guatemala, 1996: 26), y concebida en forma que permita «la recaudación de los recursos necesarios para el cumplimiento de las tareas del Estado» (ibídem).

Para desarrollar los preceptos citados, se debió incrementar la carga tributaria (porcentaje de impuestos en relación con el producto interior bruto, PIB) hasta un 12% en el año 2000, así como fortalecer los impuestos directos (impuesto sobre la renta o sobre la propiedad) en detrimento de los impuestos universales o indirectos, caso del impuesto sobre el valor añadido (IVA). La resistencia de los empresarios al incremento de la tributación, en el marco de una extrema ortodoxia neoliberal y anti-Estado, ha impedido alcanzar esa meta.

La consecuencia directa de la resistencia empresarial es que el Estado no cuenta con recursos suficientes para la inversión en educación, salud, vivienda o creación de fuentes de empleo. El conservadurismo extremo del empresariado guatemalteco se evidencia ante cualquier intento de reforma impositiva, por moderado que sea. Por el contrario, se plantean reformas para fortalecer la inequidad tributaria.

Durante el gobierno de Óscar Berger se modificó la Ley de Fomento y Desarrollo de la Actividad Exportadora y de Maquilas para permitir que licoreras, tabacaleras, empresas de bebidas ligadas a las grandes corporaciones y mineras gocen de exenciones fiscales. El Colectivo de Organizaciones Sociales calcula que el Estado pierde anualmente unos 4.000 millones de quetzales (400 millones de euros), el equivalente al presupuesto del Ministerio de Salud, en concepto de exenciones.

El Acuerdo de Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas (AIDPI), firmado en 1995, reconoce la nación guatemalteca como multiétnica, multicultural y multilingüe, y a la población maya como pueblo y por tanto sujeto de derechos; reconoce asimismo la oficialidad de los idiomas indígenas y las formas propias de organización y participación, promoviendo la creación de una institucionalidad y un conjunto de leyes y reglamentos, incluidas reformas constitucionales, para garantizar el ejercicio de estos derechos. Un acuerdo tan ambicioso como incumplido.

Máximo Ba Tiul, antropólogo maya, considera que se han cumplido aspectos formales del AIDPI mientras continúan intactas «las estructuras de poder y el control de las comunidades y, paralelamente a la agenda de la paz, se promueve de manera desordenada y salvaje, con base en las normas del TLC [Tratado de Libre Comercio] con Estados Unidos y el Plan Puebla Panamá, poniendo en riesgo la vida de los pueblos indígenas» (Ba Tiul, 2007: 1).

El fracaso de la Consulta Popular de 1999, donde fueron sometidas a votación las reformas constitucionales planteadas en los Acuerdos, implicó un punto de deterioro fundamental en el impulso del AIDPI. Las reformas no lograron siquiera el concurso activo y apoyo entusiasta de sus propios proponentes.

El Gobierno, enfrentado entonces a una grave recesión económica, sumido en un proceso electoral en el que aparecía como perdedor y debilitado tras el asesinato del coordinador del proyecto Recuperación de la Memoria Histórica, monseñor Juan Gerardi, en el que aparecieron implicados miembros de la Seguridad Presidencial, no se involucró en el apoyo. Tampoco la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), ex guerrilla convertida en fuerza política, que preparaba su primera participación electoral, ni el Frente Republicano Guatemalteco (FRG), el principal partido de la oposición y único que nunca asumió, ni siquiera formalmente, los Acuerdos de Paz como compromiso de Estado. Todo ello en el marco del racismo de las elite guatemaltecas y el miedo al empoderamiento de la población indígena y su papel como sujeto político protagónico.

En cuanto a los derechos de las mujeres, el desarrollo ha sido mínimo: «De un total de 28 compromisos específicos, el Estado ha dado cumplimiento a dos, que fueron: convocar al establecimiento del Foro de la Mujer y evaluar avances en materia de participación de las mujeres para formular un plan de acción correspondiente.

Del plan de acción han existido avances parciales en 13 aspectos, entre ellos los siguientes: la creación de la Defensoría de la Mujer Indígena (DEMI); la formación de personal del servicio civil en el análisis y planificación de género; el reconocimiento de la igualdad de derechos del hombre y de la mujer en el hogar; el acceso al crédito y a la tierra; la igualdad de oportunidades de estudio y eliminación de contenidos educativos discriminatorios; la implementación de programas nacionales de salud integral para la mujer; el derecho de organización de las mujeres y su participación en los niveles de decisión y poder de las instancias local, regional y nacional; terminar de revisar la legislación nacional; impulsar campañas de difusión y programas educativos a nivel nacional encaminados a concienciar a la población sobre el derecho de las mujeres y eliminar la discriminación legal y de hecho contra la mujer en cuanto al acceso a la tierra, vivienda, créditos y participación en proyectos de desarrollo. (Ibídem)

Otros trece compromisos permanecen ignorados hasta la fecha, que afectan la capacidad de modificar las estructuras políticas y económicas, y el orden simbólico y cultural que reproduce la subordinación de las mujeres. Entre ellos destacan los siguientes: la tipificación del delito de acoso sexual; legislar sobre los derechos de la trabajadora de casa particular; la divulgación y fiel cumplimiento de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, CEDAW; la incorporación del enfoque de género en políticas, programas y actividades de desarrollo; garantizar el derecho de las mujeres al trabajo mediante capacitación, revisión de la legislación y reconocimiento de las trabajadoras agrícolas; promover la participación de las mujeres en cargos de gobierno y en todas las formas de ejercicio del poder; así como la reducción de la mortalidad materna a un 50% respecto a 1995. (Ibídem)

El incremento de la violencia, favorecido por la indiferencia social e institucional, es por sí mismo indicativo del escaso impacto de los Acuerdos de Paz sobre la situación de las mujeres guatemaltecas como lo hemos citado.

El incumplimiento de los Acuerdos de Paz impide avanzar en Guatemala, en la construcción de la justicia y la igualdad y erosiona la confianza social en las instituciones, abriendo escenarios de continuación profundización el autoritarismo y la exclusión (en el marco de la democracia formal), por un lado, y de tensión social permanente, por el otro.

La paz concebida como un conjunto de acuerdos, pero sobre todo la paz como espíritu y proceso, queda afectada. Se aleja la posibilidad de un nuevo marco de convivencia en justicia social.

Hoy Guatemala, está viviendo nuevos escenarios políticos, los pueblos indígenas luchan por retomar el espíritu de transformación que dio origen a los Acuerdos de Paz para superar el modelo actual y promover un nuevo consenso social que transite de la injusticia a la superación definitiva de la miseria.


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