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Boletín ICCI-ARY Rimay, Año 6, No. 65, Agosto del 2004
Ecuador:
Levantamiento indígena, neoliberalismo y democracia
Pablo Dávalos
El movimiento indígena ecuatoriano, vive uno de sus momentos más
duros en su historia política: víctima de sus propios éxitos
tiene ahora que demostrar que las distancias con el gobierno que coadyuvó para
que llegue al poder no solo son de fondo sino que, además, no admiten
negociación posible. Una demostración que quiere convertirse
en argumento de revalidación social y reposicionamiento político.
Esto hace que su discurso se polarice y no admita términos medios: o
el presidente Lucio Gutiérrez renuncia a su cargo, o el movimiento indígena
y sus aliados políticos harán todo lo posible por destituirlo.
El problema radica en que es toda la institucionalidad jurídica la
que está en juego, en un contexto en el que la economía ecuatoriana
está convaleciendo de la crisis monetaria-financiera de los años
1999-2000, y que la apuesta por la inestabilidad política no está armonizada
con el espejismo de la estabilidad económica. Habida cuenta de que los
mismos indígenas ahora son parte fundamental del sistema de representación
política y también apuestan y juegan a las elecciones.
Es cierto que Lucio Gutiérrez cambió su programa original por
otro neoliberal y por la derechización de su gobierno, también
es cierto que ha hipotecado su gobierno en función del Plan Colombia
y la posición obsecuente ante los intereses norteamericanos. Pero aquello
que duele particularmente al movimiento indígena es su activa participación
para que llegue al gobierno un aliado con el cual nunca se aclararon las cuentas
desde el principio. Hay allí una especie de pecado original que busca
ser expiado por la vía de la movilización.
Hasta ahora existen poquísimos ejemplos de miembros de la derecha política
que una vez en el gobierno hayan traicionado a su partido o movimiento original
y se hayan ido hacia la izquierda. En la historia reciente, quizá el único
ejemplo sea el de Jaime Roldós y sus tímidos intentos por un
programa de gobierno más progresista. En el caso de Roldós, no
sabemos cómo habrían finalmente reaccionado las élites
que lo apoyaron, a esa deriva progresista de su gobierno, su temprana muerte
clausuró cualquier posibilidad de interpretación de ese breve
gobierno.
Y es que ese régimen político, creado en la coyuntura de la
dictadura militar de 1976-1979, con el nombre de “reestructuración
jurídica del Estado”, se movía dentro de la lógica
del Gatopardo: cambiarlo todo para que finalmente nada cambie. El sistema político
con el que se inauguró la democracia en el Ecuador, no amenazaba en
lo más mínimo a los intereses oligárquicos, todo lo contrario,
les otorgaba una base de sustentación política que se mostraba
acorde con las necesidades de la modernización económica. Los
nuevos partidos políticos que emergen en esa coyuntura expresan esa
necesidad de armonizar la modernización política con aquella
económica. Quizá el evento más sintomático que
inaugura el retorno a la democracia en el Ecuador, sea la masacre de los obreros
del ingenio azucarero de Aztra.
En un ejercicio de pragmatismo político, a lo largo de la década
de los ochenta y noventa, las élites oligárquicas van a cambiar
a medida de sus propios intereses los contenidos del régimen político
ecuatoriano. La división e independencia de poderes del Estado de la
teoría política clásica, para el caso del Ecuador, en
realidad es parte constitutiva de los conflictos entre los grupos de poder
oligárquico. El hecho de que al interior del Ecuador existan varios
grupos oligárquicos que disputan el poder y las posibilidades que se
derivan desde el control del Estado, hace que el espacio más propicio
para la resolución de sus enfrentamientos sea el Parlamento. De ahí que
durante el periodo de crisis política que va entre 1996 y el año
2000, hayan pasado cinco gobiernos, pero el Congreso se mantuvo de acuerdo
a lo establecido por la Constitución. El sistema político ecuatoriano
puede ser caracterizado, entonces, como un régimen de “parlamentarismo
oligárquico”.
Ahora bien, la coyuntura actual del movimiento indígena debe ser puesta
en perspectiva de este régimen de “parlamentarismo oligárquico” y
del proyecto político del movimiento indígena. Hay allí una
dialéctica de lucha de clases entre dos proyectos antitéticos
y contradictorios en sus propuestas de Estado, sociedad y democracia. El régimen
parlamentario-oligárquico, busca la manera de cerrar las fisuras producidas
a su interior y que se deben a esa extraña relación entre ajuste
y democracia, y a la emergencia de nuevos actores sociales y políticos,
entre ellos, quizá el más importante, el movimiento indígena.
La dinámica del conflicto político estará caracterizada
justamente por esos intentos del régimen político por clausurar
toda forma de participación social, y todo intento de ampliar los contenidos
de la democracia.
En efecto, en el periodo que va entre 1996-2002 hay inestabilidad política,
crisis económica, crisis institucional y pérdida de legitimidad
del sistema político y económico. Las decisiones que se adoptan
son radicales y dan cuenta de la profundidad de la crisis y de la magnitud
del enfrentamiento político: pérdida de soberanía monetaria
al adoptar la dolarización (enero del año 2000); destitución
de un presidente violando la Constitución (Abdalá Bucaram, en
febrero de 1997); convocatoria a una Asamblea Constituyente previo a un referéndum
consultivo (1998); involucramiento de los militares en la insurrección
del 21 de enero del año 2000 que destituyó al presidente Jamil
Mahuad; entre los eventos de más trascendencia.
Los actores políticos más importantes de este periodo serán,
de una parte, el Parlamento Nacional, y, de otra, el movimiento indígena
representado en su organización más importante, la Confederación
de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, CONAIE. Es entre ambos actores
que se mueve el péndulo de la política y desde donde se define
la resolución de los conflictos. En realidad, es el enfrentamiento entre
los grupos oligárquicos en contra del movimiento social ecuatoriano.
De ese enfrentamiento emerge una dialéctica de lucha de clases en la
cual el régimen parlamentario-oligárquico busca llevar la resolución
de los conflictos a su propio campo, mientras que el movimiento social busca
en la movilización y los levantamientos indígenas el sustento
de su proyecto político. Y se trata de una lucha de clases por el hecho
de que el régimen parlamentario-oligárquico intenta otorgar un
sustento político a un proceso económico que podemos denominar
como neomodernización liberal y financiera de los grupos oligárquicos,
mientras que los movimientos sociales buscaban la forma de evitar esa transición
del modelo de acumulación.
La agenda étnica del movimiento indígena, en realidad, se subsume
a la agenda más amplia que busca impedir la imposición de un
modelo de acumulación que se revela perverso en sus relaciones entre
el capital y el trabajo. Es gracias a este pragmatismo político de los
indios que se articula una amplia política de alianzas sociales y que
permiten la constitución del movimiento indígena como un sujeto
político. Efectivamente, en el levantamiento de mediados del año
1999, durante el gobierno de Jamil Mahuad, el movimiento indígena propuso
una agenda que rechazaba las políticas de ajuste macroeconómico
que habían sido adoptadas por el gobierno. En ninguno de los puntos
de esa agenda constaba la más mínima demanda de reivindicación étnica.
En el levantamiento de febrero del año 2001 esta práctica se
condensaría en el lema: “nada solo para los indios”. En
efecto, cuando el movimiento indígena incluye en su proyecto político
demandas que tienen que ver con la resistencia a las políticas de reforma
estructural de carácter neoliberal, su brújula política
se inscribe de lleno en la definición del modelo de acumulación,
y este conflicto genera, por definición, una lucha de clases.
Sobre este conflicto, el movimiento indígena propone un cambio en el
sistema político bajo las nociones de “plurinacionalidad”.
Pero los tiempos políticos son intensos. El régimen parlamentario-oligárquico
pretende en esta coyuntura destrabar los mecanismos institucionales y jurídicos
que impiden la neomodernización liberal-financiera. Aprueba leyes con
contenidos neoliberales que desmantelan el Estado industrializante que se había
creado, de manera tímida e incipiente, en la década de los sesenta
y setenta del siglo veinte. Intenta, con el apoyo de las multilaterales de
crédito, el FMI, el BID y el Banco Mundial, profundizar los contenidos
de la reforma estructural de carácter neoliberal, al tiempo que posiciona
en el debate político, contenidos que tienen que ver con el discurso
del nuevo modelo de acumulación, como por ejemplo, el discurso de la
descentralización, las veedurías sociales, la modernización
del Estado, la lucha contra la corrupción, etc.
Es un periodo que tensa los conflictos sociales y que incorpora temas coyunturales
decisivos en todo momento. El movimiento social ecuatoriano, tiene que priorizar
sus demandas políticas justamente de acuerdo a los tiempos y a las circunstancias.
El movimiento indígena, en esta coyuntura, no logra consolidar su propuesta
del Estado plurinacional y su intención de reforma política bajo
los contenidos de la plurinacionalidad, básicamente porque los grupos
oligárquicos proceden con una estrategia que multiplica los puntos de
conflicto de tal manera que se abren varios frentes al mismo tiempo, varios
de ellos se cierran por la acción decidida de los movimientos sociales,
por ejemplo la privatización de las empresas públicas y de los
recursos del Estado, pero otros continúan y se consolidan, por ejemplo
la descentralización y la privatización de las políticas
públicas. Así, y a pesar del denso conflicto social de esos años,
los grupos financieros-oligárquicos logran desmontar los mecanismos
claves y fundamentales del Estado proteccionista e industrializante, y ponen
en marcha los nuevos engranajes del Estado liberal-financiero (Leyes Trole
I y II, Ley de Transparencia y Responsabilidad Fiscal, Ley de Flexibilización
laboral, etc.).
Ahora bien, una de las características del régimen parlamentario-oligárquico
es la de llevar la resolución de todos los conflictos sociales al terreno
que más conoce y domina: las elecciones. El concepto de “representación”,
tan caro a la teoría política clásica, en el caso del
Ecuador, en realidad evidencia un sistema censatario, que controla la participación
electoral gracias a las redes clientelares y a las formas patrimoniales del
ejercicio de la política. El sistema de representación política
ecuatoriano separa los contenidos de ciudadanía, responsabilidad social
y participación pública de la democracia representativa. El voto,
más bien, consolida las estructuras del régimen parlamentario-oligárquico.
Pero es un sistema que está en crisis de legitimidad y de credibilidad.
La inestabilidad política y la crisis monetaria-financiera de los años
1999-2000, le pasan la factura al régimen parlamentario-oligárquico.
Existe una profunda desconfianza al sistema político: la población
no cree en los partidos políticos, ni en la denominada “clase
política”, tampoco cree en la institucionalidad política
existente. Las elecciones del año 2002, reflejan el agotamiento del
sistema político: de los tres finalistas a la candidatura presidencial,
ninguno de ellos pertenecía al establishment político.
Cabría pensar que las elecciones de octubre del año 2002, serían
el inicio del fin del sistema parlamentario-oligárquico, básicamente
porque habían triunfado en esas elecciones los movimientos sociales
que auspiciaron la candidatura del coronel Lucio Gutiérrez. Pero finalmente
ocurrió lo contrario: el movimiento indígena sufre una de sus
crisis políticas más serias, mientras que el régimen parlamentario-oligárquico
se fortalece y se consolida. Y es aquí cuando surgen las dudas: ¿cómo
pudo el régimen parlamentario-oligárquico cooptar a Lucio Gutiérrez
sin poner en peligro la estabilidad del sistema político? ¿de
qué manera logró desvincular a los movimientos sociales del ejercicio
de gobierno sin alterar el sentido y la dirección del modelo de acumulación? ¿Cómo
revertió la tendencia de agotamiento y pérdida de credibilidad
del sistema de representación y terminó transfiriendo ese proceso
de desgaste al movimiento social en general, y al movimiento indígena
en particular?.
Existirían, al menos, dos hipótesis básicas para explicarlo:
una exógena al movimiento indígena y a los movimientos sociales
y que hace referencia a la capacidad del régimen parlamentario-oligárquico
de producir la verdad y la política; y otra, endógena, que tiene
que ver con la política de alianzas y la construcción de la política
desde el mismo movimiento indígena.
En la primera hipótesis, el régimen parlamentario-oligárquico,
procede por la vía del cerco y el chantaje. Cualquiera de los tres candidatos
finalistas que hubiesen triunfado en las elecciones, tenían que enfrentar
a una realidad caracterizada por la dolarización de la economía,
la recesión, la pérdida de confianza y la crisis institucional
y política. Un entramado tan frágil y vulnerable que hubiese
costado la permanencia de todo aquel que pretendiese alterarlo. En realidad,
se trataba de un complejo de relaciones de poder en las que los grupos oligárquicos
habían consolidado, extendido y profundizado su dominio por sobre toda
la sociedad. Los grupos oligárquicos producían la realidad y
también la verdad, y esa verdad era que había que acomodar la
política en función de sus intereses o había que pagar
las consecuencias. Y estaban allí los ejemplos de Bucaram y de Mahuad,
destituidos aparentemente por la acción del régimen parlamentario-oligárquico.
Cuando se define finalmente el candidato triunfador, las élites oligárquicas
habían rodeado, o si se quiere, habían cercado al Presidente
electo. La verdad creada por ellos era que había que ser pragmáticos
en el ejercicio del poder, y ser pragmático significaba contar con su
concurso y consentimiento para la definición de las políticas
de Estado a ser adoptadas por el nuevo gobierno. El idealismo es pertinente
para la campaña electoral y no para el ejercicio del gobierno. El nuevo
Presidente, sin ninguna formación política, sin ningún
proyecto político, y sin ningún norte, consideró que los
consejos y las verdades de los grupos oligárquicos como fundamentales
y definitivos; era arcilla dócil en las manos de los grupos oligárquicos.
De hecho, las palancas económicas de su primer gabinete estarán
en manos de tecnócratas que provenían de estos grupos oligárquicos
y que adscribían sin ningún tipo de reservas al credo neoliberal.
Si el Presidente electo, no tenía ninguna formación política,
y no adscribía a ningún proyecto político, ¿cómo
fue posible que los movimientos sociales hayan suscrito una alianza de tal
magnitud con una persona de niveles tan mínimos de confianza política? ¿Cómo
fue posible que los resortes de la política económica, que definen
el sentido de las políticas de Estado en función o en contraposición
al modelo de acumulación hayan estado en manos de representantes de
los grupos oligárquicos y no hayan suscitado el reclamo e incluso la
salida de los movimientos sociales del naciente gobierno? Quizá para
entenderlo habría que esbozar nuestra segunda hipótesis.
El régimen político se pretende creador y ratificador de la
verdad. Su discurso tiene que ser asumido como un discurso verdadero. En su
prosa se inscribe la comprensión del mundo y la práctica de la
vida. Es una prosa del poder, de la dominación. En ese discurso la economía
se separa de la política, y ésta de lo social. El movimiento
indígena había cuestionado esas pretensiones de validez de los
discursos de poder hechos desde el régimen político parlamentario-oligárquico,
desde una matriz epistemológica nueva: aquella que apelaba a la diferencia.
El discurso de la plurinacionalidad era parte de esa nueva prosa que empezaba
a articularse desde el movimiento indígena. El régimen político
clausuró cualquier posibilidad de discutir o considerar mínimamente
las propuestas de plurinacionalidad del Estado. El Estado, decía este
discurso, es uno solo, la nación es una sola y el mestizaje es la condición única
y socialmente aceptada. De la misma manera que clausuró las posibilidades
de enriquecer el debate político desde la plurinacionalidad, fragmentó la
política, la economía, y desvinculó a la sociedad de la
política. Su discurso era que en una democracia moderna, la actividad
social está mediada por los partidos políticos.
El discurso que separaba lo social de lo político hizo mucho daño
al movimiento social y al movimiento indígena. Es un discurso que está totalmente
armonizado con los discursos del poder que fragmentan la realidad, que separan
la economía de la política, al hombre de la historia, al presente
del futuro. Este discurso que separaba lo político de lo social establecía
que existían dos dinámicas que podrían alimentarse mutuamente
pero que tenían espacios de acción diferenciados. Si se quería
actuar dentro del régimen político había que suscribir
las reglas de juego que habían sido creadas y legitimadas justamente
por el régimen parlamentario-oligárquico. Así, si el movimiento
indígena quería llegar al control del Estado tenía que
participar en elecciones a través de un movimiento político creado
específicamente para ello. En el caso del movimiento indígena
sería su movimiento político Pachakutik creado en la coyuntura
de 1996 para actuar en las elecciones de ese entonces.
El movimiento social, de su parte, podría “alimentar” al
movimiento político desde la movilización y la presión
social. Su ámbito era la calle, la plaza o el campo. Lo social, desde
esta dinámica, indiferencia las particularidades de cada uno de los
movimientos que lo constituyen y terminan legitimando las reglas de juego creadas
por el poder. Así, la CONAIE, debería ser considerada como un
movimiento social y no como un movimiento político, un movimiento al
lado de una miríada de otros movimientos sociales. Sus particularidades
cobran legitimidad desde el ámbito de lo social y no desde lo político.
Por ello, su propuesta de plurinacionalidad, según este discurso, no
es compatible con el régimen político existente.
Se trata de una diferenciación que neutraliza el alcance de las propuestas
de la CONAIE y que reduce su ámbito de acción a lo gremial y étnico.
Para el régimen político ecuatoriano, la CONAIE no es un sujeto
político, es un movimiento social que no puede, por definición,
rebasar su ámbito de acción. La política tiene que hacerla
el movimiento Pachakutik participando en elecciones y, por tanto, legitimado
las reglas de juego del régimen político y no la CONAIE.
La idea era que el movimiento político entre en los sistemas de representación
sin la contaminación de lo social, una contaminación que ameritaba
las calificaciones de corporativismo, etnicismo, etc. Se trataba de acotar
los espacios de la CONAIE como movimiento político cortando sus relaciones
con la movilización social y poniéndola a competir en desigualdad
de condiciones con otros movimientos sociales.
La representación que el sistema político fomentaba en realidad
era una representación sin política, sin práctica ciudadana,
sin lucha social, sin conflicto social. Se trataba de un marco teórico
en el cual los partidos políticos son los intermediarios o intercesores
entre las demandas ciudadanas y el Estado. Y es eso justamente lo que había
criticado el movimiento indígena. Siempre había considerado que
la democracia partía de una trampa de inicio que estaba en la representación
y en la delegación. La política no podía reducirse a la
votación y al enajenamiento de las capacidades de acción política
en función de las élites (la clase política), a la cual
no había como ni siquiera fiscalizarla. La política tenía
que ser “algo más”, de ahí la noción de “democracia
participativa” (“democracia comunal” dirían ahora
los dirigentes indígenas bolivianos), como sustento de un Estado diferente
al que los indios le habían puesto el nombre del Estado Plurinacional.
Cuando el movimiento indígena y el movimiento social suscriben la práctica
política como una práctica diferenciada de lo social, debilitan
los contenidos de su propio proyecto histórico y político. La
alianza con Lucio Gutiérrez se hace desde estas posiciones de debilidad.
En efecto, la alianza con Gutiérrez y su partido la hace el movimiento
político Pachakutik, pero desvinculado de las prácticas históricas
y políticas del movimiento indígena. Cuando se ganan las elecciones,
esta debilidad se hace patente: no se había desarrollado ningún
tipo de mecanismo para fiscalizar las alianzas, los acuerdos y los pronunciamientos
que en nombre del movimiento indígena y del movimiento social, había
realizado el movimiento Pachakutik.
El nuevo gobierno, a pesar de ser el producto de una alianza con el movimiento
indígena y los movimientos sociales, no había generado ningún
tipo de responsabilidad y lealtad hacia esos sectores, y a su vez estos sectores
no tenían ningún tipo de mecanismo para obligar al nuevo gobierno
a que asuma los compromisos inicialmente acordados. La separación de
la política del movimiento social se había revelado perversa:
los movimientos sociales y el movimiento indígena tenían que
asumir el costo político del nuevo gobierno sin tener la más
mínima posibilidad de incidir en sus decisiones de Estado.
Esa separación de lo social y de lo político impidió que
el movimiento indígena rompa inmediatamente con el nuevo gobierno y
que se genere la falsa percepción de que desde adentro podrían
influenciar de alguna manera en las políticas que estaban siendo adoptadas.
Los grupos oligárquicos aprovecharon el impasse y el desconcierto para
profundizar su proyecto de neomodernización liberal-financiera. En ese
interregno la presencia ambigua de los indios en el gobierno, legitimó la
imposición de una serie de medidas económicas que consolidaban
el proyecto neoliberal de los grupos oligárquicos.
La disputa entre el movimiento Pachakutik y la CONAIE era una disputa por
reconstruir el sentido original de la participación política
de los indios y del movimiento social. Los tiempos jugaban en contra del movimiento
indígena y mientras más tiempo toma la resolución entre
el movimiento social y el movimiento político, más fuerte es
el desgaste del movimiento indígena y del movimiento social. Cada día
pesa más la ambigüedad. Los grupos oligárquicos refuerzan
la presión desde el régimen político en contra del movimiento
indígena. Para ellos estaba claro que el corazón de la disputa
estaba dentro de la CONAIE y no en su periferie. Y es allí donde se
dirigen los esfuerzos del régimen político para destruir la capacidad
de movilización y de respuesta de la organización indígena.
El nuevo Presidente de la república, visita las comunidades indígenas
y a través de una política clientelar y populista intenta romper
y dividir al movimiento indígena. Propone secretarías de Estado
a dirigentes del movimiento indígena, moviliza recursos a organizaciones
indígenas paralelas a la CONAIE y trata de convertirlas en interlocutoras
políticas.
Lo curioso es que al interior de los movimientos sociales, los aliados de
la CONAIE se inscriben en la misma dinámica del gobierno de captar la
militancia de la CONAIE en función propia, y debilitar su capacidad
de movilización, es el caso, por ejemplo, del seguro campesino, aunque
insignificante como organización social, se inscribe dentro de la dinámica
de minar desde el interior a la CONAIE.
Asediada por los grupos oligárquicos, enfrentada al aparato del gobierno
que está en contra suyo, y teniendo a su interior varios caballos de
Troya que buscan destruirla, la CONAIE tiene que resolver su pervivencia histórica
al tiempo que tiene que dar respuestas a la coyuntura del momento, y esa coyuntura
es dramática, porque para sobrevivir políticamente, el nuevo
gobierno ha tenido que suscribir la política de lucha en contra del
terrorismo de la administración norteamericana, y esa política
para el Ecuador significa su involucramiento en la guerra civil colombiana.
Es desde esta dialéctica social, política y organizativa que
debe comprenderse la aparente debilidad del movimiento indígena ecuatoriano.
Sus retos son enormes. Su debilidad es aparente. Conserva a su interior su
fuerza más vital: el sujeto comunitario. Su visión de país
está intacta.
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