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Boletin ICCI ARY-Rimay
Boletín ICCI-ARY Rimay, Año 12, No. 133, Abril del 2010

Entre el dolor y la ira


Tito Tricot

De pronto, sin aviso alguno, rugió la tierra con tal furia que huyeron despavoridos los pocos ángeles azules que aún merodeaban la noche en busca de algún amor incauto. Y se nos cayó el cielo a pedazos en una lluvia interminable de polvo, vidrio y abisal oscuridad. Entonces nos golpeó sin misericordia la inconmensurable fragilidad de la vida y se nos alborotó la garganta de atávico espanto. Nadie puede describir con precisión aquellos momentos interminables cuando el tiempo se detuvo en medio del ensordecedor ruido y de nuestra abrumadora angustia. Cada golpe, cada caída, cada explosión, cada minuto nos apretaba más el corazón mientras sólo susurrábamos o gritábamos para que se detuviera la Tierra, la madre Tierra. Sólo un momento para recuperar el aliento perdido entre las penumbras del peor terremoto en la historia de Chile.

Y faltaba aún la furia del mar que en pocos minutos arrasó con poblados enteros sembrando el dolor y el miedo. Pero pronto ese dolor se transformó en ira, pues la Armada de Chile, arrogante y obtusa, había declarado categóricamente que no había posibilidad alguna de maremoto en nuestro país. Y lo mismo señaló el gobierno. Entonces mucha gente que había huido a los cerros retornó a sus hogares para intentar rescatar algunas pertenencias, sólo para morir aplastada por el agua que nunca debió estar ahí según el gobierno. Que, por lo demás, desde el comienzo trató de minimizar la tragedia, balbuceando incoherencias, negando urgencias y riesgos mientras en el sur y en la isla Juan Fernández la gente se moría de océanos desbordados. El terremoto es causa de la naturaleza, las víctimas del maremoto son responsabilidad de la Armada y del gobierno, porque la tragedia era evitable.

La guerra contra un pueblo inerme. Y duele hasta el alma constatar la magnitud de la catástrofe, la soledad de los desaparecidos, el llanto de los niños y la enorme y extensa devastación cuando algo de ello era evitable. Sin embargo, la soberbia de la élite dominante que se asume infalible sirvió para —con la ayuda de los medios de comunicación— cambiar violentamente la realidad y así las victimas pasaron a ser saqueadores y delincuentes. El discurso se propaló sin piedad alguna y se le acompañó —¡cómo no!— con 12 mil militares y toque de queda. Y volvieron los tanques y las metralletas a mancillar el paisaje sureño, como en tiempos de dictadura. Y volvieron también las amenazas cuando lo principal pasó a ser la seguridad y el orden público. Por la razón o la fuerza se defenderá la propiedad privada, dicen, flanqueados por los comandantes en jefe de las fuerzas armadas, como si esto fuera guerra.

En el intertanto la gente continúa aislada, sin alimentos, sin luz o agua, sin abrigo y sumidos en la más completa incertidumbre mientras las autoridades defienden a los ricos. Parece increíble, pero en lugar de distribuir alimentos, proporcionar frazadas o habilitar albergues, el gobierno ha declarado la guerra a un pueblo inerme. Nadie puede condonar o aceptar el saqueo de electrodomésticos o implementos suntuarios, pero la mayoría de la gente sólo necesita comer. Por lo demás, nada de ello hubiese ocurrido si las autoridades hubiesen reaccionado con celeridad y eficiencia en lugar de ocultar su estulticia con la violencia del fusil. Aquí no se necesita represión, sino compasión; no se requieren balas, sino que comida. Y respuestas, no sólo de las autoridades, sino que también de los empresarios que se han hecho millonarios en el Chile neoliberal y cuyos edificios, casas, puentes, carreteras y pasarelas se derrumbaron como castillos de arena, cercenando vidas y destruyendo sueños de miles de chilenos.

No sólo en el sur, claro, sino que en Valparaíso, Quilpue, Santiago, y centenares de ciudades y pueblos donde el terremoto golpeó con inusitada furia, aunque no salga en las noticias, porque la guerra unilateral del gobierno se está librando en Concepción, Constitución, Chiguayante. El resto de Chile debe esperar, sin agua o luz, en la calle, en los parques, en medio del temor de las centenares de réplicas que te hacen saltar el corazón de tanto en tanto. Nada importa a las autoridades, sólo la defensa incondicional de la propiedad privada, por eso hoy nos movemos entre el dolor y la ira de un terremoto que vivirá para siempre en nuestra memoria. No lo olvidaremos jamás, como tampoco olvidaremos la singular guerra contra un pueblo que sólo quería comer el día después que la tierra y el mar nos estremecieron el alma sin aviso previo.

Sociólogo mapuche, columnista del periódico Azkintuwe.
Ojarasca, 4 de marzo 2010


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