Dr. Víctor Bretón Solo de Zaldívar
Revista Yachaikuna, No. 2, diciembre del 2001
Publicación Semestral, Instituto Científico de Culturas Indígenas, ICCI
http://icci.nativeweb.org
Dentro del controvertido y polifacético mundo de las
políticas de desarrollo rural y sus vínculos con la emergencia y la evolución
de los movimientos sociales en un país como Ecuador –caracterizado, entre otras
cosas, por la presencia de uno de los movimientos indígenas más dinámicos del
continente–, el tema de las relaciones entre las Organizaciones No
Gubernamentales (ONG), las financieras multilaterales que operan en el medio
indígena-campesino y las organizaciones populares, se nos antoja fundamental
desde la óptica de la investigación social. De hecho, ya en un trabajo anterior[1] nos interrogamos sobre las razones que inducen a
muchas ONG a concentrar sus actuaciones en las áreas con mayor porcentaje de
población quichua de la sierra ecuatoriana, así como sobre los efectos de esa
orientación en la consolidación de los pisos intermedios del andamiaje
organizativo indígena. Los resultados, como veremos, nos indujeron a calificar
a esos modelos de intervención como neo-indigenistas,
así como a llamar la atención sobre la relevancia que están adquiriendo las
iniciativas que, capitaneadas por el Banco Mundial y otras instituciones del
entramado financiero neoliberal, se articulan alrededor de la noción de capital social. Son remarcables aquí los
programas que, como el Proyecto de
Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (PRODEPINE),
apuestan por el fortalecimiento organizativo como estrategia de lucha contra la
pobreza y la exclusión, haciendo así una particular adaptación de las teorías
del capital social a la realidad del mundo indígena.
En este sentido, los Andes ecuatorianos constituyen
un espacio representativo de los logros y las potencialidades brindadas por
esta nueva forma de entender la injerencia sobre la sociedad rural. Se trata,
en primer lugar, de una zona caracterizada por la presencia de un porcentaje
importante de población indígena y campesina que ha estado durante décadas
incluida en iniciativas desarrollistas que, como los proyectos DRI de los años
ochenta, por no tomar en consideración ni las expectativas de las comunidades
ni las peculiaridades de sus formas de inserción en el mercado, han tenido unos
resultados más bien escasos desde el punto de vista de su sostenibilidad y su
eficiencia. Con todo, la trayectoria andina ha hecho que, desde mediados de la
década de los noventa, organismos como el Banco Mundial y –en menor medida
todavía– el Banco Interamericano de Desarrollo y la CEPAL hayan empezado a
abrir líneas de trabajo en la mencionada dirección del capital social: se
intentará garantizar el éxito de los programas, en consecuencia, a partir de
vincular a éstos con los intereses y las expectativas reales de los beneficiarios a través, esencialmente, de un
fortalecimiento institucional capaz de dotar a los indígenas y campesinos de
las herramientas necesarias para liderar la implementación de esos proyectos y
hacer extensiva la participación en los mismos a la totalidad de las bases. En
esa dirección, las instituciones privilegiadas dentro del andamiaje
organizativo indígena han sido las organizaciones de segundo grado (OSG). No es
casual, de hecho, que tanto las ONG más importantes que operan en el callejón
interandino como el mismo PRODEPINE coincidan en remarcar la posición
privilegiada en que se ubican las OSG: son estructuras manejables –ni muy
pequeñas (e irrelevantes en términos del impacto de la intervención), ni
excesivamente grandes (lo que aumentaría el riesgo de diluir los resultados)–,
aparentemente bien coordinadas con las organizaciones de base que las integran
y que, a juzgar al menos por la retórica de sus líderes, condensan en sí mismas
todas las virtudes emanadas del comunitarismo
con que tantas veces han sido estereotipados los campesinos andinos desde
posiciones esencialistas.
Es muy poco todavía, sin embargo, lo que conocemos
sobre la verdadera naturaleza de las OSG. Es más: las pocas investigaciones
disponibles sugieren que hay un notable desfase entre lo que los teóricos que
aplican la noción de capital social a los Andes piensan que son y lo que son
realmente. En lugar de la imagen de caja de resonancia de las bases y de la
participación popular que la literatura especializada se empeña en proyectar
sobre ellas, el trabajo de campo riguroso acerca de las complejas relaciones
entre las organizaciones de primer grado y las OSG evidencia, por el contrario,
la existencia de un universo conflictivo, contradictorio y definitivamente
alejado de ese retrato estereotipado y edulcorado de la realidad microsocial
(Martínez V. 1997). Se hace indispensable, pues, perseverar en esa línea de
análisis; y más en un escenario como el de los Andes del Ecuador, donde las
mencionadas visiones irreales de la naturaleza de las OSG están legitimando la
continuidad de políticas millonarias de desarrollo como las representadas en
este momento por el PRODEPINE.
El objetivo de las páginas que siguen es, a la luz
de la experiencia ecuatoriana, presentar para el debate algunas reflexiones
sobre esos tres temas (capital social, etnicidad y desarrollo), así como sobre
sus interrelaciones en la era de la globalización. Todo ello partiendo de una
serie de premisas, tales como la empatía del que suscribe por el objeto de
estudio –un movimiento social (el indígena) que ha puesto sobre la mesa,
parafraseando a Rodrigo Montoya (1992), la consideración del derecho a la diferencia como un
fragmento ineludible de la utopía de la libertad–;
la convicción en la importancia estratégica del conocimiento científico como
herramienta de cambio social; y la creencia en la indispensabilidad de
desenmascarar el carácter conservador, sesgado y neocolonial de los nuevos
modelos de interpretación e intervención sobre la sociedad rural. En base a
ello, el texto está ordenado en torno a tres ejes: el sujeto –el movimiento
indígena–, el contexto –el ajuste neoliberal– y el modelo, que no es otro que
el fomento de la inversión en capital social como nuevo “tema-estrella” en las políticas
de desarrollo.
El sujeto: el movimiento indígena
o la etnicidad como estrategia
El advenimiento del movimiento indígena como un
actor político de primera magnitud ha sido, sin duda, uno de los
acontecimientos más trascendentales de la historia social contemporánea del
Ecuador. Aunque arranca de procesos que hunden sus raíces en las décadas
precedentes, es en la de los años ochenta cuando, definitivamente, los
indígenas consiguieron condensar en la CONAIE la que probablemente haya sido
hasta el momento la plataforma de reivindicación identitaria con mayor
capacidad de movilización y de interpelación de América Latina. Con la única
salvedad, quizás, de la súbita entrada en escena de los neozapatistas
chiapanecos en 1994, ningún otro movimiento indígena ha tambaleado tanto los
cimientos del Estado-nación post-colonial en la región como el ecuatoriano:
buena muestra de ello es la liquidación definitiva de lo que, con mucho
acierto, Andrés Guerrero (1997, 2000) ha calificado como “las formas
ventrílocuas de representación”. De una situación secular en la cual la voz de
los indígenas tenía que ser “traducida” por intermediarios blanco-mestizos que
hablaban en su nombre (el de los
indios), elevando así sus “demandas”
a las instancias del poder, se ha pasado a otra en la que la presencia de una
nueva intelectualidad indígena con capacidad para articular un discurso
político propio ha roto esos mecanismos tradicionales de intermediación
pública: la voz de los indios es audible –directa y claramente audible– desde
que en 1990 paralizaran por vez primera el país y cuestionaran, también por vez
primera, la permanencia de un esquema estatal de relaciones excluyente e
inequitativo.
El gran desafío para los científicos sociales es,
pues, dar cuenta de cómo fue posible semejante transformación en tan poco
tiempo, si medimos éste en términos históricos: explicar cuáles fueron las
circunstancias que, en las postrimerías del siglo XX, posibilitaron la
viabilización de la etnicidad como estrategia reivindicativa de una parte muy
importante de la población rural pobre del callejón interandino ecuatoriano. En
esta línea, y dado que la etnicidad se construye y se transforma en escenarios
conflictivos[2], el discurso indianista contemporáneo puede
entenderse como derivado en última instancia de las presiones que la
globalización neoliberal ejerce sobre las condiciones de supervivencia de los
sectores subalternos. Unas presiones que, a su vez, darían cuenta de la
revitalización identitaria como uno de los medios para enfrentarlas: no parece
casual que la construcción étnica emerja con frecuencia asociada a formas de
protesta social y, en la particular tesitura latinoamericana de los noventa, de
fuerte contenido anti-neoliberal (o, cuando menos, anti-ajuste). En mayor o
menor medida, y junto a no pocos elementos específicos de cada una de las
casuísticas locales, así ha sucedido en Chiapas, en el Chapare boliviano, en el
altiplano occidental de Guatemala, o en los Andes ecuatorianos.
En casos como el del Ecuador, además, el escenario que
han ido definiendo todos esos procesos de afirmación étnica se caracteriza por
el hecho de que, ante el descalabro del Estado desarrollista y ante la crisis y
el descrédito generalizado de las propuestas procedentes del espectro de la
izquierda clásica, el indígena haya sido el único movimiento social con una
remarcable capacidad de enfrentar a sectores muy amplios de la población contra
la implacabilidad de un ajuste económico de alto coste social presuntamente
“inevitable”. Con esto no queremos decir que, gracias a ello, el Ecuador haya
podido eludir los parámetros que delimitan hoy por hoy el devenir de las
economías latinoamericanas, ni mucho menos: a la vista está, sin ir más allá,
la dolarización de la economía nacional; un proceso que ha colocado al país “un
paso al frente” en lo que al radicalismo en la traducción a la realidad local
de los preceptos neoliberales se refiere. Lejos de ello, pensamos que la
impronta de la fortaleza demostrada por el movimiento indígena en los últimos
quince años se evidencia en las características del ajuste a la ecuatoriana: en lugar de un modelo unilineal y ortodoxo (como
en la Bolivia de Sánchez de Lozada, en el México de Salinas o en el Perú del
“fujishock”), en Ecuador los sucesivos ajustes fueron zigzagueantes,
heterodoxos y sin ningún tipo de visión macro a medio o largo plazo. En el
contexto de un Estado tan débil y clientelar
como el ecuatoriano –históricamente débil y clientelar–, donde (con
pocas excepciones) el populismo y la ausencia de escrúpulos acostumbran a ser
atributos recurrentes en la clase política, la reiterada capacidad movilizadora
de la CONAIE ha incidido más de lo que suele reconocerse en la errática
trayectoria de la gestión económica del país, al obligar periódicamente a
negociar, matizar y reorientar los lineamientos del gobierno de turno.
El contexto: el neoliberalismo y
la privatización del desarrollo
Liberalización y apertura son dos de las palabras
mágicas de la ortodoxia neoliberal. En su nombre se ha procedido en toda
América Latina –con titubeos más o menos intensos, según los países– a
desproteger los mercados internos de insumos y producciones, así como a
consolidar un marco jurídico capaz de garantizar el funcionamiento de un
verdadero mercado de tierras plenamente capitalista. Sin menoscabo de la
repercusión –dramática repercusión– que el primer tipo de medidas ha acarreado
sobre las pequeñas explotaciones familiares de la región, este último aspecto
ha supuesto, pura y llanamente, romper el pacto agrario del Estado con los campesinos,
pacto a través del cual –recuérdese– el
Estado había acostumbrado a mitigar –que no eliminar, ni mucho menos– los
conflictos y a garantizar la paz social durante el dilatado período
desarrollista. Esa fue al menos la primera consecuencia de las contrarreformas
privatizadoras de México (1992), Perú (1993), Ecuador (1994) o Bolivia (1996).
Ese proceso vino acompañado de una substitución del
principio de la reforma agraria integral como leif motiv de las políticas a implementar sobre la sociedad rural por
el del desarrollo rural integral. Una
substitución nada baladí, puesto que implicó abandonar la pretensión de una
transformación estructural global del sector agrario en aras de una
intervención parcial y focalizada a determinados grupos de productores rurales;
abandono que supuso, en segundo lugar, mutar su concepción inicial como
estrategia de desarrollo en otra meramente asistencialista, a modo de programa
social limitado y fragmentado por definición. El contexto institucional en que
se ha intentado llevar a la práctica el paradigma del DRI (y post-DRI) es, por
otro lado, el de un desentendimiento cada vez más notorio del Estado hacia
estas cuestiones y el de la lógica proliferación de nuevos agentes en el medio
rural –ONG de toda clase y orientación– que van a ir suplantando poco a poco al
Estado en unas esferas de actuación casi desdeñadas por los poderes públicos.
Hemos asistido como sin saberlo, en suma, a una privatización en toda regla de
las políticas y las iniciativas en desarrollo rural.
Partiendo de esa realidad, la tesis que planteamos
–tesis compartida con otros autores y sobre la cual empiezan a acumularse
evidencias empíricas– es que el modelo de cooperación al desarrollo actual,
fundamentado en buena parte en la actuación de las ONG, es la contraparte
neoliberal en lo que respecta a las políticas sociales en muchos países de
América Latina. Es verdad que la presencia de ONG en la región no es nueva, y
que en el caso del Ecuador algunas de las más importantes se remontan a los
tiempos de las luchas por la tierra. Lo que sí es realmente novedoso es la
proliferación y la entrada masiva en escena de esta clase de organizaciones a
partir de los inicios de la década del ochenta. Los datos aportados por Jorge
León (1998) son bien ilustrativos al respecto: casi tres cuartas partes (el
72,5%) de las ONG que hicieron aparición en Ecuador a lo largo del siglo XX
(hasta 1995) vieron la luz en los quince años que van de 1981 a 1994[3]; es decir, a la par de la puesta en marcha de las
diferentes políticas de ajuste ensayadas desde 1982. Se constata, así, la
existencia de una relación directa entre el replegamiento del Estado del ámbito
de las políticas de desarrollo y el incremento, en plena crisis, de ONG en
activo cuya intervención ha servido para tejer un cierto “colchón” capaz de
amortiguar (siquiera someramente) los efectos sociales de aquélla. Desde este
punto de vista, es innegable que forman parte del engranaje de un modelo global
tremendamente acomodaticio para con el ajuste, por heterodoxo que éste sea.
Por otra parte, y atendiendo al ámbito específico de
las intervenciones sobre el medio rural, ese brusco cambio de contexto macro
también incidió sobre aquéllas otras ONG con mayor solera, en el sentido de que
tuvieron que enfrentar un proceso más o menos traumático de redefinición de sus
prioridades, de sus métodos y del papel a desempeñar en el escenario regional.
Hay que decir, empero, que este proceso puede darse –y así ha sido en muchos
casos– incluso a pesar del propio
código ético de los responsables locales de las ONG: suelen ser las financieras
externas (habitualmente europeas o norteamericanas) las que imponen las
temáticas, los plazos y las orientaciones políticamente
correctas de los proyectos a ejecutar. De ese modo, la economía política del
neoliberalismo ha ido exigiendo a las viejas ONG repensar y replantear sus
relaciones con el Estado, con el mercado y con los beneficiarios, generando a
menudo una verdadera crisis en términos de identidad, legitimidad y continuidad
institucional.
Nos parece oportuno señalar, por último, que el
paradigma de intervención representado por el modelo de las ONG es,
paradójicamente, una suerte de anti-paradigma
o, si se prefiere, de no-paradigma.
Decimos esto porque, en realidad, hay tantos modelos de actuación sobre las
comunidades campesinas como agencias de desarrollo, siendo sencillo encontrar
parroquias rurales del callejón interandino en cuyo territorio opera
simultáneamente una multiplicidad inusitada de aquéllas. Además de la
yuxtaposición consiguiente de otras tantas pequeñas estructuras
burocrático-administrativas –aspecto éste que pone en entredicho la mayor
eficiencia de las ONG en términos operativos–, esto genera la superposición
sobre la misma base social de proyectos ejecutados desde patrones con
frecuencia contrapuestos: no cuesta mucho, por poner un ejemplo recurrente,
ubicar en los Andes comunidades indígenas sobre las cuales se estén
implementando iniciativas inspiradas en la agroecología junto a otras emanadas
de los preceptos más clásicos de la revolución verde. Adoleciendo por lo
general de una visión holística e integrada de la realidad social, el cuadro
que se obtiene con perspectiva es el de un coro con multitud de voces, con
multitud de melodías y con multitud de directores que avanza, a trompicones, en
una curiosa sinfonía sin un fin preciso, sin un horizonte claro y sin poder
converger mínimamente en una partitura común que permita al menos evaluar
cabalmente los resultados parciales a la luz del conjunto. Semejante
heterogeneidad en los intereses y en los enfoques fomenta, como es lógico, todo
tipo de reticencias a la colaboración interinstitucional a gran escala, aunque
sólo sea por la simple incompatibilidad de paradigmas, además de una
competencia ciertamente darwiniana
por unos recursos –los de la cooperación– por definición escasos en relación a
las ingentes necesidades del “desarrollo” convencionalmente entendido.
El modelo: el capital social como
clave de bóveda del desarrollo
En una sugerente investigación financiada por el Banco
Mundial, Deepa Narayan y sus colaboradores han apuntado algunas de las muchas
limitaciones que presenta esta curiosa vía de externalización de las políticas
sociales. En su opinión, si bien las ONG han apelado a la participación popular
como punta de lanza del desarrollo, “en muchos casos [y Ecuador es claramente
uno de ellos] su cobertura es limitada y no ha repercutido en la vida de la
mayor parte de la población pobre” (Narayan 2000, 136). Además de por su
dependencia de los gobiernos y de los organismos internacionales que las
financian, hecho que constriñe considerablemente su independencia y su
capacidad de gestión, ello es así también por la demora (¿fracaso?) que suele
constatarse a la hora de traspasar la gestión de los proyectos a las organizaciones
populares beneficiarias. Todo y que es difícil generalizar, la experiencia
acumulada en más de 50 países repartidos por todo el mundo conduce a Narayan y
su equipo a afirmar que la alternativa a unos resultados tan poco edificantes
sólo puede construirse a través de “la elaboración de diseños institucionales
que combinen los valores y ventajas de las instituciones de los pobres con las
capacidades de organización comunitaria de las ONG y los recursos de las
instituciones estatales”. Así –y sólo así– se conseguirá “respaldar la capacidad de los pobres para
organizarse, movilizar recursos para las necesidades prioritarias y participar
en el gobierno local y nacional” (Ibídem, 165). De este modo, la inversión en capital
social se nos presenta como la clave de bóveda capaz de proporcionar
organicidad a un entramado del desarrollo
carente por decenios de un armazón sólido y coherente.
El Banco Mundial y el capital social
Los teóricos del Banco Mundial llevan varios años
defendiendo la tesis de que el desarrollo
sostenible –todo desarrollo que se precie tiene que ser hoy en día
sostenible– debe entenderse en términos de la acumulación y combinación de
cuatro tipos distintos pero complementarios de capital (productivo, humano,
natural y social). Argumentan que, por mucho tiempo, las concepciones
dominantes en la institución identificaron desarrollo
exclusivamente con crecimiento económico,
siendo en consecuencia la generación de capital productivo el único indicador
tomado en cuenta por los planificadores. Más adelante –y la publicación del World Development Report de 1990 marca
un parteaguas en este sentido–, el capital humano (la disponibilidad de
individuos con formación y capacidad para desempeñar tareas que requieren de
esa formación) fue asimismo contemplado como un factor ineludible en el combate
contra la pobreza extrema. La presión de los grupos ambientalistas y, en
especial, la resaca de la Cumbre de Río
de Janeiro (1992), influyeron con posterioridad en que se asumieran los
impactos medioambientales del crecimiento desarrollista, entrando así el
capital natural en la agenda de la institución. Finalmente, los trabajos del
politólogo norteamericano Robert D. Putnam y su rápida difusión entre los
científicos sociales, sellaron el reconocimiento de la importancia del capital
social como agente potencialmente potenciador (valga la redundancia) del
desarrollo (Serageldin y Steer 1994).
Tal como lo utilizó Putnam (1993), el capital social
podría ser definido como la existencia de expectativas mutuas de cooperación
entre los habitantes de una comunidad (o región) sostenidas por redes
institucionales –las asociaciones u organizaciones– donde cristalizan en pautas
de cooperación continuadas. Dicho con otras palabras: el capital social debe
ser entendido como el conjunto de redes y normas de reciprocidad que garantizan
la interacción y la cooperación social. La existencia de ese capital social
facilita la colaboración y posibilita la consecución de mejoras sociales,
permitiendo a los miembros individuales de la comunidad superar los dilemas
centrífugos a que siempre induce la acción colectiva (envidias, tentación de
lucro personal, inhibición, desconfianza, etc.). De acuerdo con este
planteamiento, la abundancia de capital social coadyuva la existencia de
instituciones de gobierno más eficientes en términos de responder a las
demandas de los individuos, correspondiéndose directamente la densidad de
participación asociativa en una comunidad dada con la calidad de la vida
política y el grado de satisfacción de las necesidades sociales e individuales.
Más adelante, otros trabajos han puesto de
manifiesto esa correlación entre patrimonio social (entendido como la
concreción de la participación popular en organizaciones de base) y nivel de
ingresos en diferentes países, permitiendo consensuar, de un modo amplio y más
bien difuso, que hablar de capital social implica referirse a los beneficios
que a los individuos les reporta pertenecer a una red social. En el caso de los
sectores más desposeídos, el acceso a recursos adicionales a través de esas
conexiones les permite cubrir –mal que bien– parte de sus necesidades
cotidianas. Además, “dado que casi nunca pueden sufragar el costo de obtener
seguros formales para protegerse en casos de crisis, como desastres naturales,
crisis financieras, y emergencias de salud, desempleo, etc., las relaciones
sociales recíprocas suministran a los pobres fuentes de apoyo financiero,
social y político a las que pueden acudir en épocas de necesidad” (Narayan
2000, 56). Las evidencias apuntan a que, en muchos países, la gente humilde
confía más en sus propios grupos de solidaridad y en sus organizaciones de base
a la hora de atender mejor sus prioridades y sus demandas. No obstante, y ahí
reside la indispensabilidad de implementar políticas en esa dirección, sin
apoyos externos que provean recursos foráneos, el capital social per se no será capaz de sacar a la
población pobre de la miseria (Narayan, Chambers, Shah y Petesch 2000, 283).
La trayectoria de la Social Capital Initiative del Banco Mundial –operativa entre 1996 y
2001 y apoyada financieramente por el Gobierno danés– constituye hasta el
momento la muestra más palpable de la importancia otorgada al capital social
como paradigma rector de las políticas de desarrollo. La finalidad de esa iniciativa
fue analizar las potencialidades de ese concepto, así como perfilar
metodologías que permitieran cuantificar su densidad y medir su impacto sobre
el bienestar de los actores sociales. Con este fin, se puso en marcha una
docena de proyectos de investigación[4] cuya culminación ha mostrado –según concluyen Grootaert y Van Bastelaer (2001) en el
documento que, modo de síntesis, marca el punto y final de esta etapa
prospectiva– que el capital social juega un papel muy remarcable en los
procesos de desarrollo y que, por ello, constituye una herramienta clave a
tener en cuenta en las medidas orientadas a reducir la pobreza. Los estudios
sugieren, concretamente, que una alta concentración de capital social facilita
el éxito de los programas de desarrollo rural, ya que estimula el incremento de
la productividad agrícola, facilita la gestión comunitaria de determinados
recursos y fortalece las organizaciones campesinas. La inversión en capital
social, por otra parte, puede desempeñar un rol destacado en el encauzamiento
de los conflictos étnicos en países como los de América del Sur, orientando a
éstos hacia escenarios que fomenten la consolidación de redes horizontales
capaces de facilitar la cooperación y la reciprocidad al interior de grupos
tradicionalmente marginados por la sociedad mayor en la que se insertan. La
experiencia acumulada en estos años evidencia, sin embargo, que no es sencillo
construir capital social: la vía más eficiente –argumentan– podría ser la que
siguen aquellas ONG donantes que han optado por reforzar las organizaciones
supra comunitarias. Sería el caso, creemos que evidente y paradigmático, de las
OSG presentes en los Andes ecuatorianos[5].
Los países andinos –y en especial el Ecuador, dada
la fortaleza de su movimiento étnico–, reúnen todos los números para
convertirse en un laboratorio idóneo donde replicar ese modelo, habida cuenta
la dilatada tradición organizativa del mundo indígena-campesino. A partir de
una serie de estudios de caso ubicados en Ecuador, Perú y Bolivia, Bebbington y
Carroll (2000) sostienen que las OSG poseen la peculiaridad de vincular a las
comunidades y asociaciones de base alrededor de un conjunto de intereses
económicos, políticos y culturales comunes. Se trata de un nivel
estratégicamente muy importante, puesto que está cerca de las bases (al
contrario de las organizaciones regionales o nacionales, muy alejadas ya del
sentir de la cotidianidad popular) y, por ello, permiten la participación
individual al tiempo que la condensan y proyectan hacia un nivel micro-regional
más amplio. De ahí la relevancia del PRODEPINE como programa piloto dirigido a
explorar las posibilidades del fortalecimiento organizativo –vía OSG– de cara a
maximizar el potencial de desarrollo de los pueblos indígenas del Ecuador.
La experiencia andina: del
fortalecimiento organizativo al neo-indigenismo etnófago
En realidad, hace ya muchos años que las ONG que
operan en los Andes ecuatorianos trabajan avant-la-lettre
en esa dirección. Es más: la sucesión de los acontecimientos y la forma particular
en la que los técnicos del Banco Mundial han diseñado el PRODEPINE sugiere que
esta iniciativa se ha nutrido en buena parte del humus sedimentado por las ONG
locales –de un modo indiscutible al menos por las grandes– a lo largo de más de
dos décadas de experiencia en apoyo a las federaciones de organizaciones de
base. Desde el tiempo de las luchas por la tierra de los setentas, en efecto,
muchas fijaron como prioridad de sus intervenciones el apoyo a las OSG como
plataformas idóneas sobre las que construir el cambio social en el mundo rural
de las post-reformas agrarias.
Para el momento actual, un buen inicio de
aproximación al tema es intentar responder a una pregunta bien simple, “¿dónde
prefieren intervenir las ONG?”; o, si se quiere de un modo más preciso,
“¿dónde, cómo y por qué concentran sus esfuerzos e inversiones, si es que
efectivamente los concentran?”. Para arrojar una primera luz en términos
cuantitativos al respecto, procedimos en su momento a acopiar el mayor volumen
posible de datos fiables sobre proyectos de desarrollo rural implementados por
ONG en la región andina a finales de los años noventa, tarea harto compleja
dada la reticencia de ese tipo de instituciones a ser fiscalizadas. A
continuación, correlacionamos esas series con las estimaciones disponibles de
población indígena serrana; con las referentes a la distribución de OSG a nivel
cantonal; así como con las más recientes mediciones de la magnitud y el alcance
de la pobreza y la indigencia[6]. Los resultados de esa fase de la investigación
permitieron plantear las primeras hipótesis interpretativas sobre los lazos
existentes entre la proliferación de ONG y el grado de densidad organizativa
del mundo indígena-campesino; hipótesis que pueden explicitarse sintéticamente
en los tres grandes argumentos que resumimos a renglón seguido:
·
Existe, en primer lugar, una
correlación directa entre la concentración espacial de ONG y la existencia de
OSG (a más agencias operando en un cantón, más organizaciones de segundo grado
beneficiarias).
·
Se constata, asimismo, y como
corolario de lo anterior –o más bien lo anterior como corolario de esto–, que
los municipios más agraciados por la generosidad de las ONG son también
aquellos caracterizados por los contingentes más numerosos (en términos absolutos
y relativos) de población indígena.
·
Por el contrario, los datos
indican que, atendiendo a los tantos por cien, no se puede establecer ningún
tipo de analogía entre la incidencia cantonal de la pobreza e indigencia y el
interés que esa variable pueda suponer por sí misma como acicate para las ONG[7].
El análisis pone de manifiesto, pues, que se da una
correspondencia territorial muy estrecha entre el volumen de población
predominantemente indígena, el de organizaciones de segundo grado formalmente
constituidas y el de ONG operando. Eso significa, en suma, que es efectivamente
la indianidad el elemento primordial que ha inducido –e induce– a los agentes
externos de desarrollo a hacer converger sus intervenciones en unas áreas y no
en otras. Además, la presencia masiva, reiterada y sin solución de continuidad
de esas agencias sobre las áreas quichuas explica la proliferación de OSG, y no
al revés: la alta densidad organizativa característica de las zonas
predominantemente indias tiene su origen en el afán mostrado por las ONG y
otras financieras en consolidar interlocutores que, a la vez, sean
institucionalmente representativos de los beneficiarios y lo suficientemente
articulados –local y regionalmente articulados– como para dotar a los proyectos
de una razonable repercusión espacial y social.
Años y años de esfuerzo en pos del fortalecimiento
organizativo, por otra parte, no han sido asépticos políticamente hablando. Más
allá del impacto estrictamente económico de los proyectos –tema controvertido
que vamos a dejar de lado en esta ocasión–, lo cierto es que sería ingenuo
pensar que tanta insistencia y tantos recursos invertidos en el andamiaje
federativo no hubieran tenido ningún tipo de efecto sobre las características
de las OSG resultantes y sobre la orientación de las nuevas élites locales
consolidadas al palio de la cooperación exterior. Las evidencias recogidas en
el trabajo de campo que realizamos sobre cuatro organizaciones de segundo grado
representativas de la sierra central (provincias de Chimborazo y Tungurahua)[8], junto a las pocas referencias al respecto
desparramadas por la bibliografía disponible[9], nos llevó a formular una serie de tesis sobre la
naturaleza de ese tipo de instituciones (Bretón 2001, 246-248); tesis que,
sucintamente, reproducimos a continuación:
1.
Las OSG se han constituido
habitualmente debido a la promoción, apoyo e inducción de instituciones
foráneas ligadas a programas de desarrollo; lo cual significa que las
motivaciones para su existencia son externas, abarcando desde la puesta en
funcionamiento de proyectos productivos hasta el proselitismo religioso. La
información etnográfica avala y corrobora, derivado de lo anterior, la
mencionada relación entre la intervención de agencias de cooperación y la
densidad organizativa indígena. En ocasiones, además, esa prolijidad
organizacional procede de escisiones en las propias OSG; escisiones vinculadas
con la llegada de más ONG, con la financiación de alguna(s) actuación(es) en
materia de desarrollo y con las expectativas que ello abre para el
alumbramiento de una nueva organización y, con ella, de una nueva dirigencia.
2.
Cada OSG compite con otras OSG por
mantener e incrementar su “clientela” –sus bases–, produciéndose desencuentros,
desavenencias y conflictos. Usualmente, en el interior de las OSG terminan
constituyéndose élites de líderes y dirigentes que, si bien es cierto que
consiguen gestionar –con mayor o menor fortuna, ese es otro tema– recursos y
apoyos para sus bases, también es verdad que cada vez se distancian más y se
divorcian de ellas. De hecho, en escenarios como los de los andinos, existen
reiteradas muestras de hostilidad entre OSG vecinas; hostilidad generada por
ambiciones de protagonismo, por competencia de liderazgo y representatividad y,
directamente relacionado con ello, por el control de los fondos que emanan de
los agentes externos. Es por esto por lo que, en paralelo, se producen
situaciones verdaderamente clientelares entre esos agentes y sus respectivas OSG. El razonamiento es
simple: del mismo modo en que las ONG rivalizan por la cooptación de OSG –en
tanto sujetos de desarrollo que las legitiman institucionalmente– y por la
captación de los recursos de la cooperación internacional, asimismo las OSG
compiten entre ellas por convertirse en beneficiarias de la actuación de las
ONG.
3.
La creciente adecuación del
quehacer de las ONG al modelo neoliberal se ha traducido, entre las OSG, en la
sustitución simultánea de una dirigencia muy militante, ideologizada e
identificada con un perfil político-reivindicativo (el característico de la
etapa de las reformas agrarias y la alianza con los movimientos sociales de
izquierda), por otra de carácter mucho más tecnocrático. Con ello no queremos
decir que los líderes actuales no tengan capacidad de movilización ni sean
ellos mismos combativos en lo personal (buena muestra de ello sería el grado de
participación de las OSG en los diferentes levantamientos convocados por la
CONAIE y otras cordinadoras); sino que, más allá de la retórica y de los
meta-discursos del movimiento indígena, en el día a día de las OSG se ha
impuesto una actitud conciliadora y concertadora por parte de los dirigentes
–en consonancia con el nuevo estilo de sus mecenas y contrapartes ONG– más
interesada por las características y la envergadura de los proyectos a
implementar en su territorio que por un posible cuestionamiento del modelo proyectista o del abandono del Estado y
los poderes públicos de sus obligaciones sociales.
4.
La cooperación al desarrollo está
convirtiendo a muchas OSG en verdaderos cacicazgos de nuevo cuño. Los
dirigentes son los nuevos administradores que tienen la potestad de
redistribuir –o de incidir en la redistribución– las regalías que emanan de las
agencias de desarrollo en forma de recursos o proyectos. Como es natural, esa
redistribución no suele ser equitativa, sino que acostumbra a obedecer a
lógicas clientelares instrumentalizadas por quienes controlan las
organizaciones precisamente para poder seguir controlándolas. En el momento
actual, y a diferencia de coyunturas pretéritas, los que tienen más
posibilidades de acceder a ese nuevo estatus –y de mantenerse en él– son
aquellos más capacitados para interlocutar con los agentes externos,
descansando en buena manera el prestigio de los dirigentes en su destreza para
atraer recursos externos para las organizaciones de base filiales, con quienes
terminan consolidando un entramado complejo de favores prestados a cambio de
apoyos futuros.
5.
Otra consecuencia inevitable de
esta situación es la conflictividad interna entre la dirigencia formal y los
sectores de las bases descontentos con la gestión de la OSG; y entre aquélla
–cuya legitimidad a veces se cuestiona, en tanto que depende en última
instancia de instituciones y financieras foráneas– y las autoridades emanadas de sistemas tradicionales que, como el de cargos, están ampliamente extendidos
en los Andes.
6.
Con todo, desde la lógica
indígena, la densidad organizativa de algunas regiones debe entenderse también
en términos de la maximización de los espacios y los recursos que ofrece un
contexto externo a las propias comunidades, que las comunidades y la población
rural en general no controlan, pero que para poder acceder a sus regalías
plantea el requisito de la existencia previa o la constitución de una red de
organizaciones de base (de una OSG, en definitiva). Dicho de otro modo: el
acceso a los recursos de la cooperación por parte de los pobladores rurales
depende, en los escenarios predominantemente indígenas, de la relación con las
ONG y demás agencias; relación que depende, a su vez, de la existencia de OSG.
Estas consideraciones, harto reveladoras por sí
mismas, nos condujeron a definir los modelos actuales de intervención sobre las
comunidades como neo-indigenistas y etnófagos[10]. Lo de neo-indigenistas
viene porque se nos antojan similares a los del indigenismo clásico en su afán
de situar la etnicidad en un plano “políticamente correcto”, aunque adecuando
el horizonte final –la domesticación del movimiento indígena y la
neutralización de su potencial revulsivo– al signo de los tiempos de la era de
la globalización: la asunción de la pluriculturalidad, del plurilingüismo y, en
el mejor de los casos, de la plurinacionalidad de los Estados latinoamericanos
no tiene por qué atentar contra la lógica de la acumulación capitalista
neoliberal. Esta es una lección que han aprendido los organismos multilaterales
que han “descubierto” la importancia de la inversión en rubros tan poco
convencionales como el capital social en países donde, con el Ecuador a la
cabeza, los movimientos étnicos han mostrado su capacidad de aglutinar y
canalizar el descontento popular ante el ajuste. La etnofagia, por su parte, alude a la peculiaridad más perversa y
también más sutil del nuevo indigenismo: al hecho de que los programas sean con
frecuencia gestionados y ejecutados parcialmente por indígenas. Una simple
ojeada al funcionamiento del entramado institucional del desarrollo evidencia
de qué modo sectores importantes de la intelectualidad quichua –la misma que
elaboró un discurso contestatario y anti-neoliberal en la década de los
ochenta– trabaja y vive enquistada en la maquinaria burocrático-administrativa
del desarrollo. Lo mismo cabe argüir, como hemos visto, desde el punto de vista
de los pisos intermedios del andamiaje organizativo indígena (las OSG y lo que
éstas representan), dependientes funcional y financieramente del entramado de
las ONG y de sus proyectos específicos. Es en esta tesitura, y no en otra,
donde hizo su aparición el PRODEPINE con su “revolucionaria” propuesta de
financiar y dar la mayor autonomía posible a las OSG como plataformas
privilegiadas del etnodesarrollo sostenible.
El PRODEPINE es una iniciativa ideada desde el Banco
Mundial que, con una duración en principio pensada para cuatro años
(1998-2002), se ha convertido en la actuación más ambiciosa y mejor dotada
presupuestariamente en materia de desarrollo rural en Ecuador. Nos hallamos,
además, ante la institución que más ha apostado por el fortalecimiento
organizativo como prioridad de sus inversiones, recogiendo así las esperanzas
depositadas en los últimos tiempos en el capital social como motor del
empoderamiento de los excluidos. Prueba de esto es el carácter innovador y
experimental que tiene para toda América Latina, pues nunca antes se había
ensayado un macro proyecto tan descentralizado, participativo y celoso de que
las OSG orienten y gestionen el devenir de sus filiales: PRODEPINE se limita a
financiar y asesorar a las organizaciones de segundo grado para que controlen y
supervisen las intervenciones a realizar en su territorio. A través de la
elaboración de un autodiagnóstico previo, se persigue que estas federaciones
sean capaces de priorizar sus necesidades, de establecer líneas de acción
susceptibles de convertirse en perfiles y de contratar al personal necesario a
fin de traducir eso en sugerencias concretas y plausibles. La intención es, en
esta línea, poner al alcance de las OSG los recursos para que asuman todas las
acciones derivadas de unos planes de desarrollo local –habitualmente de ámbito
parroquial– emanados a su vez de los diagnósticos participativos preliminares.
Un tema crucial para calibrar la naturaleza política
del PRODEPINE es el de la cronología de su gestación, dado que no parece
gratuito que fuera en 1995 cuando empezó a madurar la idea de articular una
propuesta de esta naturaleza. Tras un año y medio de conversaciones se procedió
a diseñar el Proyecto –tarea que demoró dos años más– hasta que, por fin, el
once de septiembre de 1998 pudo éste iniciar sus actividades. La discusión
sobre la conveniencia de una institución como PRODEPINE arranca, así, un año
después de que el levantamiento indígena de 1994 hubiera hecho oscilar por
segunda vez los pilares del Estado ecuatoriano y de que, muy al norte, en las
lejanas tierras mayas del sudeste mexicano, un ejército de indios chiapanecos
reaccionara con las armas en la mano contra la exclusión económica, política,
social y cultural a que los condenaba la flamante ortodoxia salinista. En el
momento de una cierta crisis del patrón macroeconómico imperante; cuando sin que
fuera previsto por nadie la indianidad irrumpía en América Latina como un
referente capaz de cuestionar públicamente la legitimidad moral de la
globalización; cuando de pronto algunas de las externalidades del crecimiento económico –los costos sociales– se
incrustaban sobre las perspectivas de los beneficios a corto y a medio plazo
como verdaderas internalidades que
hacían peligrar la viabilidad del modelo; en ese momento preciso fue cuando los
planificadores del desarrollo voltearon sus caras hacia el capital social y el
fortalecimiento organizativo como estrategia de lucha contra la pobreza y, de
paso, como vía indirecta (¿o no tan indirecta?) para cooptar y limitar el
alcance de los nuevos movimientos sociales. PRODEPINE emergió así, en suma,
como el ensayo más sofisticado de intervención social desde los parámetros del
nuevo neo-indigenismo etnófago.
Consideraciones finales desde los
Andes profundos
El cantón Guamote, en pleno corazón de Chimborazo,
condensa y ejemplifica a la perfección muchas de las afirmaciones vertidas en
este trabajo. Fue, para empezar, uno de los centros más emblemáticos de lo que
significó el régimen de hacienda en los Andes septentrionales. Como resultado
de la reforma agraria de 1973 y de la presión campesina, una parte importante
de las grandes propiedades acabó en manos de los campesinos quichuas. En muchos
casos, al igual que en otras zonas de la sierra, las comunidades tuvieron que
adquirir personalidad jurídica a fin de poder negociar formalmente con el
Estado futuras inversiones en proyectos relacionados con rubros tales como
sistemas hidráulicos, carreteras, crédito, servicios sociales y demás. La
eclosión de las comunas legalmente
reconocidas coadyuvó, lógicamente, la consolidación de una dirigencia local con
un buen manejo del español y con un conocimiento nítido del funcionamiento de
las instituciones y del entramado externo a las comunidades: generó, en suma,
el capital humano y el capital social estructural necesario para garantizar un
mayor acceso a los recursos (Bebbington y Perreault 1999). En esta evolución
fue en todo momento indispensable el apoyo de agentes externos, desde la
Diócesis de Riobamba y los proyectos DRI estatales hasta las ONG de todo tipo y
orientación. No en vano Guamote –cantón de los de mayor porcentaje de población
quichua de Chimborazo– se ha convertido en uno de los escenarios preferidos por
las instituciones de desarrollo –las 30 agencias contabilizadas por Víctor Hugo
Torres (1999, 108) dan buena fe de ello– y en uno de los espacios con una densidad
organizativa más alta de toda la sierra ecuatoriana: 12 OSG y 158
organizaciones de primer grado para menos de 28.000 habitantes rurales. Con el
paso de los años, además, gracias a la redistribución de la tierra y a los
recursos externos canalizados a través de las OSG hacia las comunidades de
base, fue aumentando la representatividad de los indios en el poder municipal.
El proceso culminó con el acceso del primer alcalde quichua en 1992 y con el
inicio de una democratización de los poderes locales que sorprende por su
celeridad: cuarenta años no son tantos si tenemos en cuenta cuál era el punto
de partida –el régimen gamonal– y los logros alcanzados. Es por eso por lo que
Guamote ilustra para muchos las potencialidades que brinda el capital social al
tiempo que, simultáneamente, marca el rumbo de lo que debieran ser las
orientaciones políticas de las ONG del siglo XXI.
A tenor los argumentos aducidos en las páginas
precedentes, sin embargo, nos parece pertinente cuestionar, incluso en casos
tan aparentemente “exitosos” como este, hasta qué punto pueden los stocks en capital social, a través de
las OSG y de la alianza de éstas con las ONG y otras instituciones externas,
garantizar la consecución a largo plazo de unos niveles de ingresos capaces de
reducir sustancialmente las carencias básicas. Decimos esto porque las cifras
revelan que Guamote, teniendo un alto índice de densidad organizativa y estando
entre los seis primeros en lo que a concentración de intervenciones de ONG se
refiere, continúa siendo el cantón con mayor incidencia provincial de la
pobreza (el 89,3% de los hogares) y con el porcentaje nacional más alto de
familias literalmente indigentes (el 68,3%)[11]. Estas constataciones sugieren, en fin, que recetas
como las de Deepa Narayan (1999; 2000) en torno a la viabilidad de los
“puentes” tendidos entre las ONG y las organizaciones populares como
instrumento de combate contra la miseria extrema no son, al menos en escenarios
como los andinos, tan eficientes como se pronostica.
Dejando de lado el caso concreto de Guamote y
situándonos en un plano más general, podemos plantear el tema de otro modo. Si
estamos de acuerdo en la funcionalidad de la fragmentación paradigmática, la
externalización y la privatización de las políticas de desarrollo que representan
las ONG en términos de la lógica neoliberal, tendremos que convenir en que poca
debe ser su capacidad –su margen de maniobra, si se prefiere– para contribuir de verdad a articular alternativas a ese
mismo modelo. Muy al contrario, la experiencia de los Andes del Ecuador muestra
sus tremendas limitaciones como entidades aliviadoras de la pobreza y, a la
vez, su extraordinaria eficiencia como cooptadoras y encapsuladoras de los
pisos intermedios del movimiento indígena. Esa es la herencia –por lo menos una
de las herencias– que recoge el Banco Mundial a través del PRODEPINE. Lo
prioritario –se diga lo que se diga, y se justifique como se justifique– no son
ya los proyectos productivos estricto
senso, sino el encuadramiento de las élites locales y de sectores
prominentes de la intelectualidad indígena en la maquinaria desarrollista. A
tal fin, la praxis derivada de la aplicación a la realidad andina de las
teorías manejadas desde Washington D.C. sobre el capital social vienen como
anillo al dedo.
Un problema añadido, además, es que esas prácticas
han sido vendidas de cara a la galería como si de un paradigma progresista se
tratase; como si, de pronto, por el mero hecho de ser un poquito más sensibles
al tono de la voz de los pobres, los problemas derivados de unas estructuras
injustas y asimétricas –la pobreza y la indigencia– pudieran solventarse sin
necesidad de cuestionar los cimientos que reproducen y amplifican la brecha de
la exclusión. Este no es un problema menor, y la percepción de que PRODEPINE
representa un espacio ganado por el movimiento indígena es, en nuestra opinión,
la traba principal que impide, hoy por hoy, plantear un debate público y
sosegado –dentro obviamente del propio movimiento indígena– sobre sus pros y
sus contras. En este artículo hemos intentado argumentar de qué manera el
capital social –y el PRODEPINE nace desde los presupuestos participativos del
capital social como teoría para la acción– se está convirtiendo en una suerte
de comodín capaz de dar un barniz de progresía y sostenibilidad a lo que, en el
fondo, no es más que un nuevo ropaje con que maquillar y humanizar unos
esquemas macroeconómicos de alto coste social, facilitando así su continuidad.
Permítaseme una última reflexión antes de terminar.
Una de las características básicas del éxito del sistema colonial vigente en
los Andes desde el siglo XVI hasta finales del XVIII también fue el de la
cooptación de la intelectualidad indígena. La Corona española respetó las
prerrogativas económicas y sociales de los nobles incas como herramienta que
garantizó la continuidad secular de la pax
hispana. Tras la rebelión de Túpac Amaru y el posterior descabezamiento de
la aristocracia quechua, las sociedades indígenas perdieron la posibilidad de
expresarse públicamente por sí mismas, de tener representación propia en los
procesos de constitución de las nuevas repúblicas independientes y devinieron,
como ha señalado Andrés Guerrero (2000) para el caso ecuatoriano, en una masa
amorfa de “sujetos” a ser “administrados” por los ciudadanos. En ese nuevo
marco de relaciones, la ventriloquía fue la forma institucionalizada de
relación entre los pueblos indígenas y las diferentes instancias del aparato
del Estado. En el mejor de los casos, fueron los indigenistas quienes, a menudo
cargados de buenas intenciones pero siempre desde la propia sociedad
blanco-mestiza, interpretaron y defendieron puntualmente líneas de intervención
política sobre los indios pero sin contar con los indios, a modo
del viejo despotismo ilustrado europeo. La conformación, durante la segunda
mitad del siglo XX, de una nueva intelectualidad indígena capaz de articular en
Ecuador un gran movimiento político de reivindicación étnica y social supone,
en perspectiva histórica, un acontecimiento importante e impensable por casi
dos siglos. La respuesta del otro lado –del poder
en un sentido amplio– tampoco se ha hecho esperar: del mismo modo en que el
régimen colonial encuadró a la inteligencia quechua dentro de su esquema de
dominación, asimismo la poderosa maquinaria del entramado neoliberal está
procediendo –vía neo-indigenismo
etnófago– a ubicar en su lugar a la
dirigencia indígena contemporánea. Puede parecer una comparación algo forzada,
pero no deja de sorprender la similitud de las estrategias del gobierno
indirecto de hace trescientos años con las que parecen derivarse de iniciativas
tan aparentemente benignas como las emanadas de esta peculiar forma de entender
el fortalecimiento organizativo que tiene la cooperación para el desarrollo en
la era de la globalización.
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1.
Este texto recoge, matiza y desarrolla algunas de las conclusiones de
mi libro Cooperación al desarrollo y
demandas étnicas en los Andes ecuatorianos. Ensayos sobre indigenismo,
desarrollo rural y neoindigenismo, publicado en FLACSO / sede Ecuador
(Quito, 2001).
2.
Frente a las posiciones esencialistas
–harto frecuentes en la literatura sobre el tema–, partimos aquí de una visión
construccionista de la etnicidad: las identidades colectivas entendidas, no
como entidades estáticas e inmutables, sino como construcciones sociales que,
fundamentadas en un conjunto variable y arbitrario de indicadores étnicos,
pueden encerrar un gran potencial estratégico desde el punto de vista de las
demandas sociales, políticas y económicas.
4.
Proyectos que abarcaban escenarios tan
dispares entre sí como India, Madagascar, Mali, Indonesia, Bangladesh, Rusia,
Kenia, los países andinos (Ecuador, Perú y Bolivia), Camboya o Rwanda.
5.
Eso significa que las OSG forman parte de
ese capital social que en la literatura al uso se califica como estructural (diferenciado del
estrictamente cognitivo, y que
aludiría a sistemas de valores y normas que facilitan la cooperación). Esas
estructuras formales canalizan la acción colectiva hacia el acceso a otros
tipos de capital, facilitando el engranaje de las comunidades de base con los
poderes públicos, la sociedad civil e incluso el mercado.
6.
Véase, para cada ítem, Zamosc (1995),
Coronel (1998) y PNUD (1999). En cualquier caso, no vamos a entrar aquí en una
descripción minuciosa de las fuentes disponibles ni de sus limitaciones
heurísticas. Toda la reflexión al respecto, así como el análisis y
procesamiento completo de los datos, se encuentran en la obra de referencia
(Bretón 2001, 125-153). Únicamente queremos dejar constancia de que las cifras
sobre las ONG se basaron en una muestra aleatoria de 170 agencias (Fundación
Alternativa 1999) y de que, en lo alusivo al tema de la indianidad, utilizamos
la noción de “áreas predominantemente indígenas” acuñada por Knapp (1991, 17) y
felizmente aplicada por Zamosc (1995) a escala parroquial, cantonal y
provincial. Conviene recordar que estos últimos datos son una proyección al
censo de 1990 de aquéllas zonas donde, en 1950, más de un tercio de su
población fue catalogada como quichua-hablante. En el texto utilizamos como
sinónimas las expresiones “población predominantemente indígena”, “población
indígena” y “población quichua”.
7.
Es notoria la permanencia de numerosos
espacios rurales que, caracterizados por una presencia nula o casi nula de
población quichua, y a pesar de contar con unos niveles de hogares pobres
superiores incluso al 70% del total local, están prácticamente fuera del mapa
de preferencias de esas instituciones
8.
Estudiamos y reconstruimos a base de
fuentes orales y archivísticas la historia de la Corporación de Organizaciones Campesinas de Licto (CODOCAL) del
cantón Riobamba, Chimborazo; la de la Unión
de Cabildos de San Juan (UCASAJ), también del cantón Riobamba; la de la Federación Inca Atahualpa, del cantón
Alausí, Chimborazo; y la de la Unión de
Indígenas Salasacas (UNIS), del cantón Pelileo, Tungurahua.
9.
Véanse, sin ánimo de exhaustividad,
Korovkin (1997); Bebbington, Ramon et alii (1992); Bebbington y Perreault
(1999); Bebbington y Carroll (2000); y North y Cameron (2000).
10. La
expresión la hemos tomado parcialmente de Héctor Díaz-Polanco (1997), autor que
habla literalmente de indigenismo
etnófago. En la medida en que el término “indigenismo” está demasiado
relacionado en América Latina con su utilización para calificar el paquete de
políticas dirigidas a las poblaciones indígenas durante la etapa desarrollista,
preferimos hablar de neo-indigenismo etnófago para aludir a la situación
creada en el contexto de los modelos neoliberales de actuación.
11. El
Informe de Desarrollo Humano de 1999
completa el perfil de Guamote ubicando en su haber otros dos dramáticos récords
nacionales: el de la tasa de mortalidad infantil (122,6 por mil) y el de
desnutrición crónica de menores de cinco años (con el 70,3%, más de siete
puntos por encima de la media serrana).