|
La rebelión de los comuneros René Báez* Un ajuste navideño con alzas del transporte público, los combustibles y el gas de uso doméstico detonó el malestar que venía generando la instrumentación de la política económica de cuño fondomonetarista por parte del gobierno de Gustavo Noboa. La explicación oficial de que tales medidas eran imprescindibles para equilibrar el presupuesto con ingresos extras de unos 220 millones de dólares, no consiguió atenuar la inconformidad de la mayoría de la población que, con dolarización y todo, había resentido los rigores de una inflación superior al 90 por ciento en el año 2000. Aún más, el argumento resultó insultante a la luz de los casi 4 mil millones de dólares que el fisco había asignado desde 1998 para favorecer a la cúpula financiera en el operativo de "salvamento bancario". De otro lado, el rechazo al régimen noboísta había fermentando por su alineamiento con la tesis de las "autonomías provinciales", planteamiento secesionista impulsado por la oligarquía guayaquileña y otros sectores caciquiles de la Costa, así como por el creciente involucramiento del país en la guerra civil colombiana. Las protestas se iniciaron el primer día laborable del 2001 con la bandera de la derogatoria de las medidas económicas, mediante concentraciones y amotinamientos de trabajadores, estudiantes y activistas de las organizaciones sociales que tuvieron como escenario las principales ciudades y que fueron orquestados por acciones aisladas de indígenas y campesinos de las provincias centronorteñas de la Sierra. La renuencia de la administración a revisar su paquete impositivo determinó que los ánimos populares se fueran enardeciendo. En vísperas del 21 de enero del nuevo año, primer aniversario de la Revolución del Arco Iris que depuso al ahora prófugo Mahuad, el protagonismo de la lucha contra el "discurso único" y su correlativo machismo neoliberal se trasladó a manos de las centrales indígenas -Conaie, Feine, Fenocin, Fenacle y Fei- que, bajo el liderazgo del ex triunviro Antonio Vargas, anunciaron una nueva "toma de Quito". Del verbo a la acción, miles de comuneros de la Sierra y el Oriente abandonaron sus paupérrimos hogares para sumarse a una "minga por la vida". Después de superar distancias utilizando distintos medios y luego de sortear los filtros montados por la Policía y las Fuerzas Armadas, las huestes indias, apertrechadas de huipalas y lanzas de madera, arribaron a la capital provocando ansiedades de distinto signo. Instalados con la venia de las autoridades institucionales en el campus de la Universidad Politécnica Salesiana -"La Salesiana" dirán los historiadores del futuro-, situada virtualmente al frente de la embajada de USA, los comuneros desplegaron o inspiraron múltiples y frecuentemente inéditas formas de resistencia y contraofensiva. Música, canciones, bailes, marchas de los faroles y de las cacerolas vacías, huelgas de hambre, comunicados electrónicos al país y al mundo, asambleas para el ejercicio de la democracia directa, ritos shamánicos y cristianos, ocupación de templos, bloqueo de carreteras, etc., conformaron el colorido repertorio de crítica al establecimiento y al "patrón Gobierno". Preso del temor y acogiendo los clamores de "mano dura" de las cámaras empresariales, el régimen de Noboa responderá al desafío de los más pobres y excluidos del Ecuador con una paranoica represión que cosechó cientos de víctimas en distintas latitudes del país. Como era previsible, la Comuna quiteña, cuya vibrante existencia se alargó por varios días -"los diez días que conmovieron al Ecuador" habría escrito John Reed- se convirtió en el blanco preferido de la furia de la administración. Permeada de un recalcitrante racismo, la escalada comprendió los cortes de los servicios básicos, la prohibición de introducir alimentos y medicinas, la infiltración de espías, el lanzamiento de bombas vomitivas, la disolución de manifestaciones pacíficas, el derramamiento de la sangre del pueblo… La resistencia, sin embargo, pudo más que la rabia de los Noboa, Manrique, Unda, Moeller et al. Semiparalizada la economía nacional y con el espectro cada vez más concreto del desabastecimiento de las urbes y el riesgo de que la indignación popular desborde todos los diques, Gustavo Noboa se verá forzado a aceptar la mediación de la Asociación de Municipalidades y sentarse a la mesa de negociaciones con los representantes del poder indio. El 7 de febrero, y luego de conseguir un pequeño pero emblemático ablandamiento del capitalismo salvaje, los comuneros se despidieron festivos y vitoreados de la capital ecuatoriana, para volverse nuevamente invisibles en los páramos andinos y en las sabanas amazónicas. *Decano de la Facultad de Economía de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador |